domingo, 12 de febrero de 2012

Debajo del naranjo


Mamá giró la cabeza cuando cruzaba a la cocina y me miró amenazante por encima de su hombro.

       —Niño, estoy cansada de decirte que no juegues con tus amiguitos de esa manera, podrías hacerle daño tirando ese trompo de esa forma —ella fijó la mirada en mi rostro y se quedó contemplándome sin que lo percibiera.

Yo seguía embelesado, envolviendo la soga alrededor de mi trompo para arrojarlo de nuevo, sin prestar atención al regaño de mi madre. Una sombra cubrió mi pequeña figura y de manera inesperada sentí un áspero manotazo entre cara y oído que me dejó sordo por un rato.

       —Es la última vez que te advierto que cuando yo te hable tú debes de mirarme a la cara, pedazo de sinvergüenza. Eres distraído como tu padre, pero te voy a enderezar. Te juro que te convertiré en un hombre hecho y derecho.  ¡Pásame eso!, ya no vas a jugar más con ese maldito trompo. Ve, híncate debajo de aquella mata de naranja, adonde pueda verte; y no te atrevas ni siquiera a moverte de ahí sin que yo te levante el castigo, porque sino te desfleco esa rama de guayaba en la espalda.  

Las lágrimas chorreaban por mi cara y miré apenado a mis amiguitos, quienes observaron con indignación el gesto enfurecido de mi madre. Ellos sintieron temor y vergüenza. Se marchaban escurridizos y en pocos minutos abandonaron el patio en donde jugábamos con los trompos. A corta distancia aún sentía sus miradas solidarias.

El patio quedó desolado y la algarabía se tornó en silencio.

El humo de la leña en el fogón brotaba por las hendijas del caballete de la cocina, creando angostas nubecillas que se dejaban arrastrar por la brisa de la tarde. La misma brisa también esparcía la esencia del café de pilón por los alrededores del rancho y revelaba a los vecinos el comienzo del coloquio vespertino en mi casa.

Antes de la llegada de la hora del café, a menudo los vecinos se pasaban parte de la tarde jugando dominó. Otros dormían siestas en silla de guano debajo de los árboles, esperando el momento para acudir como feligreses a tomarse el café y a dialogar con mi madre.

El café de la tarde era como un ritual, en el que se reunían los vecinos en la cocina de mi casa a conversar sobre las proezas del día, de los cultivos y el ganado; a interpretar los sueños de la noche anterior para jugar la quiniela los domingos.

Desde la sombra del árbol oía el susurro de las conversaciones de mamá con los vecinos. A veces surgían cuchicheos; en determinados instantes se reían a carcajada y, segundos después, daban motivo al silencio. Así les transcurría el tiempo hasta que les arropaba el oscurecer y el llamado de la cena los sorprendía; entonces se dispersaban como ovejas y volvían a sus respectivos hogares.

Mientras en el patio el sol se alejaba vagamente en el horizonte y cedía sus mágicos reflejos a la noche que se avecinaba llena de nobleza y encantos.

Hincado debajo de aquel naranjo me transcurrió un largo rato, luego el cansancio doblegó mi frágil cuerpo hacia delante y quedé postrado, boca abajo, reverenciando el suelo, sumido en el sueño del atardecer.