Mamá giró la cabeza cuando
cruzaba a la cocina y me miró amenazante por encima de su hombro.
—Niño, estoy cansada de decirte que no juegues con tus
amiguitos de esa manera, podrías hacerle daño tirando ese trompo de esa forma
—ella fijó la mirada en mi rostro y se quedó
contemplándome sin que lo percibiera.
Yo seguía embelesado, envolviendo
la soga alrededor de mi trompo para arrojarlo de nuevo, sin prestar atención al
regaño de mi madre. Una sombra cubrió mi pequeña figura y de manera inesperada
sentí un áspero manotazo entre cara y oído que me dejó sordo por un rato.
—Es la última vez que te advierto que cuando yo te hable tú
debes de mirarme a la cara, pedazo de sinvergüenza. Eres distraído como tu
padre, pero te voy a enderezar. Te juro que te convertiré en un hombre hecho y
derecho. ¡Pásame eso!, ya no vas a jugar
más con ese maldito trompo. Ve, híncate debajo de aquella mata de naranja, adonde
pueda verte; y no te atrevas ni siquiera a moverte de ahí sin que yo te levante
el castigo, porque sino te desfleco esa rama de guayaba en la espalda.
Las lágrimas chorreaban por mi
cara y miré apenado a mis amiguitos, quienes observaron con indignación el
gesto enfurecido de mi madre. Ellos sintieron temor y vergüenza. Se marchaban
escurridizos y en pocos minutos abandonaron el patio en donde jugábamos con los
trompos. A corta distancia aún sentía sus miradas solidarias.
El patio quedó desolado y la algarabía se tornó en silencio.
El humo de la leña en el fogón
brotaba por las hendijas del caballete de la cocina, creando angostas nubecillas
que se dejaban arrastrar por la brisa de la tarde. La misma brisa también esparcía
la esencia del café de pilón por los alrededores del rancho y revelaba a los
vecinos el comienzo del coloquio vespertino en mi casa.
Antes de la llegada de la hora
del café, a menudo los vecinos se pasaban parte
de la tarde jugando dominó. Otros dormían siestas en silla de guano debajo de los
árboles, esperando el momento para acudir como feligreses a tomarse el café y a
dialogar con mi madre.
El café de la tarde era como
un ritual, en el que se reunían los vecinos en la cocina de mi casa a conversar
sobre las proezas del día, de los cultivos y el ganado; a interpretar los
sueños de la noche anterior para jugar la quiniela los domingos.
Desde la sombra del árbol oía el
susurro de las conversaciones de mamá con los vecinos. A veces surgían cuchicheos;
en determinados instantes se reían a carcajada y, segundos después, daban
motivo al silencio. Así les transcurría el tiempo hasta que les arropaba el oscurecer
y el llamado de la cena los sorprendía; entonces se dispersaban como ovejas y volvían
a sus respectivos hogares.
Mientras en el patio el sol se
alejaba vagamente en el horizonte y cedía sus mágicos reflejos a la noche que
se avecinaba llena de nobleza y encantos.
Hincado debajo de aquel
naranjo me transcurrió un largo rato, luego el cansancio doblegó mi frágil
cuerpo hacia delante y quedé postrado, boca abajo, reverenciando el suelo,
sumido en el sueño del atardecer.