sábado, 23 de julio de 2011

De blanco y negro (Relato)

             En el umbral del siglo pasado, en la época que las mujeres usaban vestidos, los hombres viajaban montados a caballo de un poblado a otro. Las personas eran creyentes y esperaban con júbilo la llegada del Redentor. Y religiosamente, los días de Viernes Santos,  dedicaban el tiempo a  las oraciones. Las labores que demandaban empeños físicos las realizaban antes de la aurora porque temían quedarse pegados, o que ese día algún animal les hablara.

En esos tiempos apacibles nació mi abuela en el pequeño pueblo de Los Jazmines.

Aunque nunca visitó una escuela, mi abuela ofrecía consejos a los vecinos y a nuestra familia sobre el buen convivir entre las personas y nos inculcó respetar siempre a los mayores. Llevaba un lunar en el cachete derecho que la distinguía de las demás mujeres. Era una mujer blanca de cabello rizoso, de pequeña estatura pero de inmensa bondad y de un carácter inmutable.

En la edad de los catorce años conoció a un jovenzuelo llamado Alejandro, quien transportaba a caballo sacos de víveres hasta la carretera donde transitaban los escasos vehículos. Alejandro pasaba con frecuencia cabalgando frente al rancho de mi abuela, un día se detuvo y pidió que le colaran un café; después  dejaba una porción de víveres en la casa y así la confianza fue ganando terreno hasta llegar a cosechar una hermosa amistad con mi abuela.

Tres años más tarde, cuando mi abuela salía de la adolescencia, se unió en cuerpo y alma con Alejandro, con quien cohabitó alrededor de cinco décadas y en el ir y devenir del tiempo procrearon ocho hijos, cinco varones y tres hembras. Ellos, a su vez, al cabo de treinta años, fueron dándoles nietos hasta llegar a la tercera generación.

Fue así, de un modo bastante peculiar y acelerado, suscitado por la monotonía de largas noches y el escaso entretenimiento de la época que se multiplicó y se propagó nuestra familia por las latitudes del poblado de Los Jazmines.

A mediado de los años sesenta la abuela enviudó. En esos tiempos hubo una epidemia de paludismo en el pueblo que se llevó la vida de decenas de niños y ancianos, entre ellos la de mi abuelo Alejandro, quien había permanecido tres semanas postrado en cama prendido en fiebre. La alegría de mi abuela se desvaneció y parte de su vida se fue con él y un velo de tristeza cubrió su rostro.

Después del fallecimiento del abuelo, mi abuela percibía la presencia del difunto por todas partes. Empezó a sentir escalofríos en el cuerpo día y noche.  Entonces decidió que Chencho, el hijo mayor, viviera en la casa y de inmediato emprendió un éxodo familiar. Pasaba corta temporada con mi tía Carmen, la hija mayor; después se marchaba con las cosas indispensables en una bolsa y caminando entre callejones, desde la casa de la tía Carmen, llegaba a la nuestra y nos sorprendía temprano en la mañana.

 En las noches oíamos a la abuela que se despertaba sobresaltada, implorando a gritos: “Ay Alejo, no me lleve”. Temerosa, en plena oscuridad, metía la mano debajo de la almohada y sacaba un rosario y se hincaba delante de la cama a rezar.

A veces mi abuela se abstraía de la realidad y se sumergía en un soliloquio; también se le veía a menudo estacionada debajo de la sombra de los árboles cavilando sobre la huida del abuelo. Nosotros llegamos a pensar que efectivamente se comunicaba con el espíritu del abuelo. Esa actitud inquietó a la familia y nos manteníamos vigilando el comportamiento insólito de la vieja. Mi madre me pidió que no la dejara sola.

Ante los desaciertos de mi abuela, mi madre sintió preocupación. Un martes en la mañana decidió llevarla a un brujo para examinarla. No hubo que darle detalles sobre las recientes actuaciones de la abuela, el brujo se adelantó haciendo alardes de sus poderes de adivinación y le dijo a mi madre que el espíritu del difundo andaba divagando en penas atrás de la vieja porque no se quería ir solo. Le propuso que le prendieran velones en el aposento por nueve días y por ninguna razón dejaran apagar la luz, y que en esos mismos días bañaran a la abuela con hojas de ruda y cundeamor.

Semana y media más tarde, mi madre nos llevó, a la abuela y a mí, a pasarnos una temporada en casa de la tía Carmen, para ver si mejoraba la conducta inusual de la abuela.

La casa de madera de mi tía Carmen estaba alojada en medio de una empalizada de piñones, donde se posaban las aves y cantaban los ruiseñores.  Del otro lado de la cerca se apreciaba un formidable ganado vacuno comiendo heno, y por las noches la brisa arrastraba un hedor a potrero. En los alrededores del rancho se oía el canto de los gallos y el cacareo de las gallinas.

Un olor a mangos maduros golpeó mi nariz cuando salí al patio para absorber los tibios rayos de sol mañaneros. Minuto seguido, mi tía asomó la cabeza por la ventana de la cocina.

—¿Dónde está mamá? —preguntó mi tía.

—No lo sé.

—Mira ver si está en el patio—, insinuó. 

Caminé los alrededores de la casa voceando a la abuela, de repente la vi debajo de una mata de amapola hablando sola; me le aproximé, pero no percibió mi presencia, seguía absorta en su monólogo.

—Venga abuela, vamos conmigo —irrumpí—. La sujeté de la mano y entramos a la casa.

Cierta mañana, mi abuela se veía con el rostro casi sin vida. Ese día sorprendió a mi tía. Hilvanó los pensamientos con exactitud y pronunció una frase que la dejó perpleja. Mi tía pensó que era uno de esos pensamientos inconexos que a veces solía decir y no le prestó importancia.

A partir de ahí cayó en cama por más de tres semanas. Deliraba todo el tiempo, parecía que conversaba con el difunto, como si estuviese sentado al lado de la cama. Una tarde de septiembre la abuela se negó a respirar y de un modo inexorable entregó su alma al Altísimo.

 Media hora más tarde, mis padres recibieron la triste noticia del fallecimiento.

Pasaron días, semanas y meses y yo seguía añorando la presencia de mi abuela Felicia. A veces preguntaba a mi madre por la abuela, a ella se les aguaban los ojos y la respuesta siempre era la misma: “Se ha ido hijo. Se nos ha ido”. A raíz de ese acontecimiento nuestra familia quedó afligida y en luto. Mis tías y mi madre cerraron los oídos a la música y resolvieron vestir de blanco y negro hasta el final de sus días.


miércoles, 13 de julio de 2011

Te has ido inesperadamente Facundo

Nunca tuve el placer de conocerte, pero millones de personas escuchamos tu voz, tu clamor al mundo a través de tu canto, admiramos tus palabras cargadas de sabiduría.

Bastantes veces, Facundo, he alimentado mi alma con tus estrofas, sobre todo cuando me encuentro deprimido. También he reflexionado con tu modelo existencial de vivir la vida, el cual debería imitar, por ser tan efectivo y sencillo.

Desde pequeño he pronunciado tu nombre reiteradamente, no en silencio, sino enfático e intencionalmente para tararear tu canto, ese canto lleno de enseñanza, con tus palabras cargada de filosofía.

Hoy heredamos de ti un extenso diccionario de expresiones que acarician el alma, colmadas de alegorías de cómo vivir la vida sin dificultades.

También has dejado tus huellas de peregrino en los países que has visitado, y has recibido el respaldo incondicional del público, quizás por el simple motivo de que una vez dejaste bien claro tu procedencia, “no soy de aquí, ni soy de allá” y eso nos llena de orgullo, por esa razón te acogimos como hermano.

Quizás exagero, pero trajinaste por los países como un mesías, pregonando tu mensaje espiritual a donde quiera que llegaras. Pienso que algún día el mundo te lo agradecerá.

Eres un hombre lleno de música y, a veces, de insólitas anécdotas, de hermosa poesía y de estupendos relatos, estos atributos siempre quedarán indelebles en nuestro recuerdo.

Pasaran los años Facundo, y cada mañana te recordaremos como ahora, y cada vez que nazca un niño, nos acordaremos; cada vez que escuchemos un cantor, también te recordaremos; y como hombre justo que soy, también tengo el deber de recordarte, porque has dejado en nuestra conciencia colectiva tu música, tus increíbles interpretaciones de la vida y de cómo vivirla, y tus poesías como un maravilloso legado.

Aunque te hayas ido inesperadamente, como tú decías, te has mudado. Un día cualquiera “nos mudaremos” también, y allá seguiremos disfrutando de tu inmensa creatividad y de tus poesías.

Facundo, tenemos el deber de recordarte de la misma manera que “la felicidad es un deber”.