sábado, 21 de mayo de 2011

El último acto

El avión rechinó los neumáticos en la pista de aterrizaje apenas el sol tropical dejaba los últimos reflejos de luz entre las nubes. Familiares aguardaban la arribada de sus parientes en la sala de espera del aeropuerto.
—En ese avión acaba de llegar tu abuela —señaló la madre a la adolescente.
Los viajeros emergían apresurados de la terminal. Algunos caminaban lentos y desorientados, arrastrando sus equipajes y con la mirada perdida en la muchedumbre, con la esperanza de ver algún conocido.
Entre el gentío, una anciana salía de aduanas en silla de ruedas asistida por un mozo de la aerolínea; una mujer rubia se apresuró a su encuentro y entre sollozos y lágrimas se fundieron en un ardiente abrazo y minutos más tarde abandonaron el aeropuerto y ocuparon un vehículo de regreso a la ciudad. Las palmeras y el paisaje marino atraían la vista de los viajeros. Las olas se deslizaban sutilmente sobre las aguas esmeraldas del mar y se estrellaban precipitosas contra los arrecifes; en contraste al lado opuesto de la autopista que exhibía modernas edificaciones y atractivas vallas publicitarias.
—El tiempo es capaz de todo —dijo Doña Mercedes, mientras reconocía el estupendo paisaje tropical. La ciudad ahora estaba poblada de condominios y majestuosas torres habitadas por inquilinos que emigraban de diferentes localidades.
—¡Cuántos edificios! También hay elevados y túneles. El país ha progresado bastante.
—Sí, mamá, hemos avanzado en algunas cosas; en otras hemos ido como el cangrejo. Los políticos nos están chupando hasta el alma.
—Mi hija, eso ocurre en todas partes, es más notorio en los países pequeños, que están creciendo.
—No como aquí, mamá. Nosotros sobresalimos en los aspectos negativos. De eso puede usted enterarse en los informes que publican los organismos internacionales a países como el nuestro, salimos siempre en el culito; pero en el primer lugar en los casos de corrupción, violación de derechos elementales, tráfico de drogas, por mencionar sólo algunos; la pobreza está tragándose a un cuarto de la población… Así tenemos las cosas por este país, mamá.
—Bueno…, de todas maneras, mi hija, observo ciertos cambios, quizás porque demoré mucho tiempo en regresar. Hasta mi nieta la veo grande y guapísima.
—En dieciséis años hasta el Diablo cambia.
Hubo silencio por un corto tiempo y luego de media hora de recorrido, la familia regresó a la casa.
Los tres primeros días sucedieron en un santiamén en una maravillosa atmósfera, rememorando viejos recuerdos y platicando sobre vivencia familiar, mientras la nieta observaba intrigada cada movimiento de la abuela. La curiosidad cegaba sus pensamientos y llegó un momento que no podía contener por más tiempo la emoción.
—Abuela ¿porqué andas en silla de ruedas? —La anciana congeló la mirada en el rostro angelical de la adolescente y una muesca se dibujó en su semblante.
—Ven, guíame hasta la terraza, tengo algo qué contarte...
Doña Mercedes y la nieta atravesaron por el interior de la casa hasta llegar a la terraza. Una leve corriente de aire movía las hojas del jardín. La anciana frenó la silla y acomodó su desgastado cuerpo, cerró intencionalmente los ojos y caviló por unos segundos. Se esforzó en cohesionar los pensamientos para encadenar los viejos recuerdos, mientras a su espalda, la nieta acomodaba cariñosamente las frágiles hebras grises que revoloteaban con la brisa. En ese mismo minuto la anciana entonces empezó a narrar con dejo melancólico:

“Corría el lento otoño de 1978 cuando el mago Melchor arribó a la ciudad en una sórdida caravana del Circo de la Familia Rosado para presentar su show en el Teatro Agua y Luz. En esos mismos días el mago publicó un anuncio en los periódicos procurando personas de ambos sexo para trabajar como ayudantes en el espectáculo.

En respuesta al anuncio, al siguiente día una larga fila de gente nos presentamos en el circo para ver si nos contrataban para el show. Yo fui afortunada, el mismo mago Melchor me escogió para trabajar como ayudante en el show de magia.

El mago era un hombre errante, un personaje sin identidad, nacido y criado en circos. Era extraordinariamente callado, en los shows casi nunca interactuaba con el público por su condición de gago, su magia y los gestos hablaban por él. En cambio, siempre poseía una expresión risueña, una mirada cautivadora que encantaba a cualquier mujer adusta.

Justamente el reloj marcaba la siete de la noche de aquel imborrable otoño, cuando el mago Melchor presentaba su espectacular acto de magia en el teatro Agua y Luz. Yo estaba ocupando un asiento de las primeras filas. El público ignoraba que yo era parte del espectáculo para el acto de cortar a la mujer en dos mitades.

La tarde anterior habíamos ensayado el acto, era la atracción de la noche. Yo tenía plena confianza en el mago. Él había recorrido

medio país con sus actos de magia y los exitosos espectáculos en grandes teatros lo habían consagrado como unos de los magos más prodigiosos.

El público ovacionó eufórico cuando el mago tragó fuego y segundos después escupía llamaradas que se esparcían por el aire como un cometa. Cada acto enloquecía más a la audiencia. Las cortinas se cerraban y se abrían con un acto cada vez más asombroso.

Los espectadores quedaron atónitos en el momento que el mago Melchor desapareció la cabeza de un hombre. Hubo un momento de intriga y silencio en la concurrencia. Una repentina música se oyó al instante del mago desvelar nuevamente el rostro del hombre. El auditorio se paró y aplaudió eufórico.

Acto de la muerte.

“Damas y caballeros, ahora el acto más sangriento de la noche. Nacido en la tierra de los milagros y la magia; el sorprendente, el enigmático, el maravilloso... Ante ustedes, frente a sus ojos, el asombroso mago Melchor cortará en dos a una joven dama. Síííí, señores, en dos mitades. Y ahora…, el espectáculo”.

(El mago pidió al público una persona voluntaria, yo me ofrecí y me abrí paso entre los invitados hasta llegar al escenario.)

El mago ayudó a la joven a entrar en la caja negra, mientras iba abrochando los pestillos. La audiencia quedó en silencio e invadida por la curiosidad. De pronto, el mago hizo un gesto y apareció un serrucho en su mano, lentamente comenzó a dividir la caja en dos partes, ya con la joven en el interior. A medida que serruchaba, un chorro de sangre se escurría por la alfombra y la audiencia quedó horrorizada.

—Atrapen al mago —vociferó implacable la audiencia, lanzando zapatillas y todo tipo de utensilios al escenario. Prodigiosamente el mago creó una nube de humo y fugazmente desapareció del escenario sin dejar rastros, sólo quedó su capa sobre la alfombra. La audiencia estaba frenética; el caos reinó y pronto finalizó el espectáculo. Tres hombres corrieron a sacar a la mujer de la caja, las piernas le pendían, la sangre brotaba y la joven mujer súbitamente perdió el conocimiento.


Pasaron los años y nadie supo el nombre del mago. Oí decir que un mago jamás dice su verdadero nombre, guarda el secreto hasta el día que encuentra a su amada.

Doña Mercedes suspiró, se distrajo por un momento, después masculló entre sus labios el nombre de Basilio Arriaga de la Fuente, y concluyó:

—Desde ese año nadie supo el destino del mago. Tampoco se sabe el lugar dónde muere un mago porque tienden a desaparecer. Pero yo…, yo… seguiré viviendo con sus recuerdos hasta el día que la muerte me sorprenda.”

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