martes, 23 de agosto de 2011

Como almas en pena

… Una vez te sugerí que no enviaras el muchacho a Estados Unidos porque podría pervertirse y caer en los malditos vicios de las drogas. Yo estaba en desacuerdo con ese asunto del viaje porque nuestro hijo vivía la etapa más difícil de su vida. 
 
 
Tú bien sabes que en la adolescencia es donde surgen ideas raras y comportamientos extraños en los jóvenes. Las emociones se desbordan y aparentan ser hombres antes de tiempo. Reconozco que ni tú ni yo pusimos el empeño que requería custodiar a nuestro hijo en ese entonces. ¿A caso no fue así?
    
Recuerdo cuando él tenía los dieciséis años fuimos testigos de los primeros episodios de rebeldía; fue la época en que abandonó los estudios porque se le metió en la cabeza que quería vivir en Nueva York con su tío Felito. Sabes bien que constantemente te hice la advertencia que el ambiente neoyorkino podría incidir negativamente en su conducta, pero lo mandaste de todas maneras. No tan solo me desoíste, sino que meses antes falsificaste mi firma para conseguirle los papeles del visado y le compraste el pasaje aéreo. No me mires con esa cara de desconcierto. Tú sabes mejor que yo que fue así.

Tú has vivido temporadas en Estados Unidos, sabes que Nueva York nunca duerme, es una ciudad adecuada para el desatino. Nuestro hijo apenas era un adolescente, lo bastante precoz para ver un mundo tan abierto. Como tú sabrás, esa ciudad no es para gente de mente débil, menos para un adolescente sin la tutela de los padres.
 
 
¿Creíste que mi hermano Felo estuvo de acuerdo con tu decisión? Te dijo que lo acogería sólo para complacerte. ¿A caso nunca te dijo la verdad? Porque semanas después de tu conversación, él me llamó por teléfono para oír mi opinión. Me sugirió que nosotros no debíamos mandar a nuestro hijo a vivir a Nueva York. No te sorprenda. Él temía decírtelo porque tú podías malinterpretar la situación.
 
 
Es verdad, rememorarte eso ahora aquí en este camposanto poblado de cruces blancas, me parece inoportuno, pero siento que me desahogo.
 
 
¿Por qué no quieres que te siga contando? Pues hay algo más que debes saber… A los dos meses de Luisito vivir en Nueva York, mi hermano lo echó de la casa, porque se negaba a cooperar con los quehaceres domésticos. Tú sabes que allí la vida es difícil y la gente tiene que ganarse lo que le dan, a diferencias de aquí. Fue indignante saber lo que él hacía a espalda de su tío. No, yo no te estoy mintiendo, te hablo la pura verdad, tal como me la contara mi hermano.
 
 
Se te olvidó que fue en esa misma época que Luisito se mudó a un apartamento y lo compartía con unos “supuestos amigos”. Nunca estuve de acuerdo. Pero tú decías que ya él era grandecito como para granjearse la vida por sí solo. Tú sabías, mejor que yo, que él quería volar antes de tiempo. Desde pequeño le infundiste pensamientos de riqueza, como si nosotros fuésemos personas adineradas. Te vanagloriabas siempre de que le darías todo lo que él necesitara. ¿Se te olvidó que éramos personas humildes? En serio, ¿no te acuerdas?
 
 
Además, tú sabes que esa libertad que le dimos la transformó en un libertinaje; estimuló a nuestro hijo a participar en pandillas juveniles que se dedicaban a robar automóviles. ¿Que deje decir sandeces? ¿Es que no llegaste a percibir las inquietudes del chico? Yo sí. Él siempre me decía que iba a ser un hombre rico, que no iba a vivir en la miseria como vivíamos nosotros. Delante de ti también él lo refería. ¿Tú viste lo malcriado que se puso? Así que ahora no vengas a sulfurarte.
 
 
¿Te atreves a regañarme de que yo no lo corregía? ¿Tú has perdido la razón, mujer? Recuerdo aquella tarde en la que te señalé que estabas malcriando al niño. Un día se cagó y regó la mierda por las paredes de la habitación y le pegué unos correazos que le tatuaron las piernas. Cuando regresaste del trabajo y notaste los moretones en las piernas, me reprochaste que jamás volviera a pegarle así; ni siquiera te inmutaste en preguntarme por qué le pegué. Sí... Reconozco que ese día me excedí y fui rudo con el niño, en eso tú tienes razón. La verdad es que no poseo el don de la paciencia como tú. Sabes que soy un hombre de manos duras, moldeé ese temperamento en los años que tuve en el ejército.
 
 
¿Por qué tú dices que él me temía? No confundas el respeto con el temor. Él me respetaba como padre quizás más que a ti. Siempre me guardó respeto, aunque intuyo que cuando fue creciendo casi no quería compartir conmigo, porque tú, en cambio, le consentías en exceso. Por eso y otras razones resolví dejarte la crianza a ti, aunque sabía que tú no tenías la más puta idea de cómo criar a un chiquillo de su temperamento. ¿Qué por qué hago esto? ¡Ah!, ahora ansías que me calle.
 
 
Tú bien recuerdas que asumiste la crianza para demostrarme que podías instruirlo sin la presencia paterna. Hubo momentos que sentiste tantos disgustos que rompiste la comunicación conmigo sin importar lo que sucediera sobre el futuro de nuestro hijo. Una vez hasta llegaste a prohibirme que lo visitara, eso me lastimó hondamente. Pienso que nadie, absolutamente nadie, puede prohibirle a un padre ver a su hijo, por muy desgraciado que éste sea. No puedes imaginarte lo que sentí en ese momento. Aquello me dolió tanto que en los primeros meses se me secaron las lágrimas de llorar.
 
 
En cierta ocasión comenté lo sucedido a nuestros familiares; ellos me dieron la razón. Me contaron que tú conducías a ese muchacho por mal camino. No te enojes, te digo la verdad.
 
 
Sé que este momento es inadecuado para sermones… No sé por qué digo estas cosas aquí en el cementerio, pero a mí me sirven para descargarme. En este primer aniversario lo sigo extrañando como el primer día, vivo con sus recuerdos y a veces hasta oigo su voz. Quería que mi primer hijo fuera ingeniero. Ese era mi sueño. Ese sueño quedó segado, se fue a la mierda. Hoy me siento un hombre fracasado, cargado de frustraciones.
 
 
Te ruego perdones mi exabrupto, que interrumpa tus plegarias con estas tonterías frente a su tumba, pero tenía deseo de conversar contigo porque procuro mantener mi conciencia tranquila por lo acaecido.

Pues, la verdad es que hoy, un año después de la trágica partida de nuestro único hijo, inesperadamente nos encontramos frente a la tumba trayéndole flores e invocando plegarias por el descanso de su alma. Ahora, por infortunio de la vida, tú y yo somos dos seres abatidos por la nostalgia, sin ningún vínculo existente que nos una.

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